lunes, 13 de junio de 2016

3ª Reflexión: Lo que realmente hace falta

De pronto lo he entendido todo. Ahora comprendo porque me siento así, tan deprimida, agotada y sin ganas de seguir con lo que en este punto me parece trabajo inútil: me falta mi casa. Tan sencillo y ridículo como eso. 

Honestamente, la cosa es más compleja que un simple "extraño a mi familia y extraño mi cama", va más allá. Para mi como para la mayoría de las personas, la casa representa el refugio personal. Es el lugar en el que, al final del día, llegas a esconderte. Literalmente. No importa que tan mala haya sido la jornada, siempre tendrás el aliciente de saber que, al final, llegarás a tu casa, donde te sentirás cómodo y tranquilo. Ahí te olvidarás del mundo de porquería que te espera afuera: la casa es tu fuerte, tu zona de confort que nadie invade. 

Eso es precisamente lo que perdí al mudarme acá.
Aun lo recuerdo perfectamente. Dos viernes del mes me aventuraba al D.F para ir a clases de griego. Tomaba el camión a Observatorio y de ahí el metro hasta Insurgentes sur. Hacía dos cambios, uno en Tacubaya y otro en Mixcoac. Nunca me gustó el metro pero sé que no hay muchas alternativas, manejar es un infierno y los taxis ni se diga. 

Como tiende a suceder, subirse al metro es una asunto de suerte. Algunas veces te toca lleno y sufres, otras va tan vacío que da la impresión de que no estás en la Ciudad de México. Observatorio, tanto la terminal como la estación de metro son particularmente horribles. Esta lleno de ambulantes y un perpetuo olor a aceite quemado, agua sucia, excreciones humanas y otros líquidos de dudosa procedencia impregna el aire. A cada paso que das algún ambulante quiere venderte algo, ya sea un boleto "en reventa" o tamales para el desayuno. 

Tacubaya es la típica estación de cambio, llena de hordas apresuradas. Personas de todo tipo y clases pero con un denominador común: cero cultura cívica. Jamás entenderán que el lado izquierdo de las escaleras eléctricas debe dejarse libre para permitir la bajada y lo bloquean todo. Si tienes prisa es mejor correr cual vil ladronzuelo en cuanto se abre la puerta del vagón, esperando evitar a las masas que salen al todas al mismo tiempo, formando un embudo imposible. 

Debo confesar que esta es una técnica que muchas veces me funciono perfecto. Salte señoras cargando bultos, noviecitos besuquéandose en la escalera, al típico oficinista que ya se le hizo tarde y por ende, nada le importa y, claro, a la bola de adolescentes que solo van haciendo bulla. Corrí escaleras abajo y escaleras arriba no solo en Tacubaya, sino también en Mixcoac, donde cabe mencionar, la distancia que te toma llegar del anden de la línea 9 al de la línea 12 es de temerse. 

Evidentemente, después de sufrir todo tipo de peripecias, tanto de ida como de vuelta, cuando finalmente llegaba a mi casa alrededor de las tres de la tarde sentía un alivio tremendo. Cuando me tocaba llegar por mi cuenta siempre me encontraba la casa vacía, así que aprovechaba para recostarme un rato mientras esperaba a que mi mama y mi hermana volviesen para comer.  

Aquellos minutos eran preciosos. Mi cuerpo se destensaba y mi mente lo dejaba ir todo. Miraba las paredes de mi recámara, la luz entrando por mis enormes ventanas, mis zapatos siempre tirados junto a la bicicleta de spinning o debajo del escritorio. Ocasionalmente Zafira me visitaba y se dormía un rato conmigo: cuando oía crujir la madera de la entrada sabia que la gata estaba en el cuarto. Minutos después saltaba a la cama, saludando con un maullido. Nos dormíamos tranquilamente. 
Me sabía en casa. 

Eso es precisamente lo que me falta aquí. Ese refugio, ese lugar al que sé que finalmente llegaré, en el que podré descansar después de un día terrible. Eso es lo que no tengo. Me di cuenta de ello ayer, mientras leía los comentarios de un blog sobre depresión. Uno de esos comentarios decía algo similar a esto "mucha gente se pregunta como puedes estar deprimido cuando lo tienes todo. Pero no se dan cuenta de que en realidad, no lo tienes todo. Te falta lo mas importante, una ilusión" ¡Que cierto es eso!

En realidad, mi vida hoy en día no es diferente a como lo era hace diez meses. Mis chances de conseguir un empleo eran tan inexistentes en ese entonces como lo son ahora, las posibilidades de crearme un nombre en la academia tan mínimas como ahora. Fundamentalmente, muy poco ha cambiado. He construido cosas, definitivamente, no todo es negatividad. Añadí dos presentaciones internacionales a mi CV. Quiero creer que eso va a contar para algo. 

¿Qué es entonces lo que me esta agotando y jugando con mi mente? Sencillo, el cansancio mental. Es un cansancio que no me puedo quitar porque simplemente no he encontrado el lugar que me proporcione las condiciones adecuadas para dejarlo ir. Ésta casa no es mi casa, es solo un inmueble viejo que se esta cayendo a pedazos. Ésta recámara no es mi recámara y nunca lo será, por más que la arregle y decore para que luzca mas o menos bien. O en otras palabras, esta casa, esta ciudad, no me dan la paz mental que mi maltrecha ciudad y mi auténtica casa si me dan.

Todo ese cansancio de meses, esa angustia, se ha ido acumulando sin que encuentre manera de sacarlos. Es por ello que me siento tan mal. Me esta jalando y no se como evitarlo. Supongo que tendré que ponerme creativa.

En fin, como todo en esta vida, es necesario entender que es lo que sucede y porque sucede para poder lidiar con ello. De cierta forma me alegra haberlo hecho, finalmente, después de meses. Es terrible saber que tantas cosas malas han pasado gracias a esto y que me encontré completamente sola ante un problema que ni siquiera comprendía; que de cierta manera sigo sin comprender del todo. Mas terrible aún es saber que lo único que recibí de personas que, supuestamente, están aquí para apoyarme, fue hostilidad y una profunda indiferencia. Eso, mas que dolerme, me irrita y me enoja. Es perturbador que existan individuos incapaces de mirar más allá de su propia comodidad o ego y prefieran sobajar o ignorar a alguien en lugar de preguntarle que va mal. 

Sin embargo, si algo he aprendido de esto es que Nietzsche tiene toda la razón en su máxima: "De la escuela de la guerra de la vida: lo que no me mata me fortalece". En efecto, esta no solo es una máxima. Es una enseñanza de vida. 

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